Arregocés Coronado muestra su Café Kogi. A Coronado le gusta decir que su café no es simplemente orgánico, “es silvestre”. | Fotos: Jim Wyss Miami Herald
JIM WYSS
jwyss@MiamiHerald.com
DOMINGUEKA, COLOMBIA
Cuando hace cerca de una década Arregocés Coronado y su clan de indios kogi comenzaron a reclamar sus viejas tierras al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, descubrieron que la zona se había convertido en una vasta granja para el cultivo de la coca. La plantación —que satisface el apetito por cocaína en Estados Unidos— era no sólo ilegal, sino sacrílega.
Para los kogi y otros grupos indígenas que viven en las montañas con nieve en las cimas del noroeste de Colombia, la hoja de coca tiene propiedades espirituales. Los hombres mascan la hoja, un estimulante suave, en una ceremonia que se celebra al llegar a la edad adulta. Producirla en forma masiva y venderla es una afrenta a los ancestros, dice Coronado.
Con la ayuda del gobierno, unas 1,600 familias kogi han convertido esos campos de coca en granjas cafetaleras. Y lo que ha sido un imperativo espiritual para los kogi se ha vuelto una necesidad nacional para el gobierno. Mientras Colombia pasa dificultades con los problemas de cocaína, los proyectos de desarrollo alternativo como éste han surgido como una de las pocas soluciones existentes.
El pasado mes, el gobierno suspendió su vieja práctica de fumigar los campos de coca con glifosato, un poderoso insecticida que acaba con las malas hierbas, en medio de temores y preocupaciones de que podría ser carcinógeno. Ello deja a las autoridades con opciones limitadas: la erradicación manual, que es tanto lenta como peligrosa, o convencer a los agricultores que cambien de cosechas.
Durante una visita la semana pasada a una planta procesadora donde los kogi tuestan y empaquetan café para la exportación, Yury Fedotov, director global de la Oficina de Drogas y Delitos de las Naciones Unidas, admitió que, en efecto, hay pocas soluciones.
“El desarrollo alternativo es muy importante”, dijo. “Y podría ser la única posibilidad de erradicar el cultivo ilícito de coca”.
Del 2006 al 2014, Colombia ha dedicado unos $375 millones (gran parte de ayuda de EEUU) a proyectos de desarrollo alternativo que han beneficiado a 134,206 familias, según datos del Ministerio de Justicia. Los programas han sacado del mercado 2,100 toneladas de cocaína.
El país ha explorado mil opciones, desde eco-hoteles hasta el cultivo de peces ornamentales, como alternativas al cultivo de coca. En la actualidad, casi una cuarta parte de los fondos que se emplean en el país viene de estos programas.
El presidente colombiano Juan Manuel Santos ha dicho que el gobierno duplicará la estrategia, hará los programas más eficientes y “garantizará mejores condiciones de vida para estas comunidades”,
Sin embargo, Colombia tiene ante sí una dura batalla. Recientemente, la Oficina Nacional de Control de Drogas de EEUU reportó que la producción de coca en Colombia aumentó un 39 por ciento entre el 2013 y el 2014, alcanzando 276,640 hectáreas. Gran parte del crecimiento tiene lugar en áreas que están controladas por grupos armados. Sin embargo, las cifras ilustran lo difícil que es quitarle a los agricultores la lucrative hoja.
No sólo las economías locales tienen que reestructurarse sino que todo el ecosistema necesita crearse para que los programas funcionen, dijo Javier Flórez, viceministro de Justicia.
“Tenemos que transformar el territorio: necesitamos caminos, alcantarillado y electricidad, entre otras cosas”, dijo. “Implementar los programas de desarrollo alternativo en áreas donde no hay acceso es una enorme pérdida de dinero”.
Los ejemplos de proyectos fallidos abundan. En algunas áreas llenas de conflictos las guerrillas y pandillas criminales se han apropiado de los programas. Otros simplemente fracasan debido a una mala administración. Un funcionario de la ONU estima que alrededor del 75% de todos esos proyectos han fracasado.
Sin embargo, para las comunidades donde trabajan, los cambios pueden ser profundos.
Humberto Narváez es el presidente de una cooperativa de 17 familias que ha convertido 2,740 hectáreas de cañaverales en sólidos ladrillos de azúcar parda llamados panela. Muchas de las personas que trabajan en los programas solían cosechar coca para los grupos paramilitares que controlan el área, dijo Narváez. Y aunque la panela no paga tanto como la cosecha de coca, sí les brinda otros beneficios.
“Trabajar con cultivos ilícitos es un proceso siniestro que trae muerte, enfrentamientos y el uso de armas”, dijo él. Todos en este pueblo tienen historias sobre seres queridos que murieron o desaparecieron, explicó.
“Ahora, por lo menos, podemos trabajar en paz y todo ocurre a la luz del día”, manifestó. “Quizás no se hace tanto dinero, pero tú y tu familia están seguros”.
Incluso así, la tentación está siempre presente.
“Hay una resurgencia de grupos ilegales y el primer mensaje que nos traen es que necesitamos volver a plantar coca y mariguana, porque ésos son los cultivos que les sirven a ellos”, dijo. “Esos cultivos funcionan para ellos, pero no para nosotros”.
Para los kogi, el programa es sobre sostener un modo tradicional de vida. El poblado de Domingueka, un pequeño grupo de chozas redondas de barro, se encuentra al final de un camino polvoriento y lleno de baches, y no tiene agua potable ni electricidad. En un reciente día entre semana, kogis vestidos de blanco masticaban hojas de coca mezcladas con caracoles aplastados – una combinación tan potente como una taza de café, que puede ayudar a suprimir el hambre y la sed – mientras las mujeres se ocupaban de un pequeño terreno de las hojas verde brillante. (A los grupos se les permite pequeñas parcelas de coca para uso tradicional).
Mientras Coronado mostraba el poblado a los visitantes, apuntó a las colinas donde las granjas industriales de coca se han remplazado con plantas dispersas de café.
“Esas plantas [de café] no nos pertenecen; nos las trajeron nuestros padres espirituales, el espíritu del bosque que llamamos Kalache”, dijo Coronado, mientras espantaba a un perro. “Nos envió este producto para que pudiéramos vivir y venderlo”.
El origen espiritual del café viene con restricciones. Por orden de los dirigentes religiosos de la comunidad, los mamos, las plantas no se pueden cambiar por variedades resistentes a las enfermedades, rociarse contra los insectos o incluso organizarlas en fila, lo que las haría más fáciles de cosechar.
Con la ayuda de la ONU y el gobierno, los kogi comenzaron recientemente a vender su café en mercados – Colombia, Estados Unidos y Alemania – donde su reticencia al cambio se ha convertido en una ventaja de mercadeo.
A Coronado le gusta decir que su café no es simplemente orgánico, “es silvestre”.
Javier Sánchez, el principal consejero técnico para proyectos alternativos de desarrollo de la Oficina de las Naciones Unidas sobre las Drogas y el Crimen, dijo que hay múltiples formas de evaluar el éxito de un programa. Más allá del económico, los programas necesitan verse desde “un punto de vista social – cómo ayudan a restaurar el tejido social, cuánta paz traen a una región”, agregó.
El conflicto civil de medio siglo de Colombia, que ha enfrentado a guerrillas izquierdistas, grupos paramilitares de derecha, bandas criminales y fuerzas gubernamentales unas contra otras, ha alimentado desde hace largo tiempo el tráfico de drogas.
Ahora, mientras los negociadores en La Habana tratan de lograr un acuerdo de paz con el mayor grupo guerrillero, las Fuerzas Armadas de Liberación de Colombia (FARC), la coca está en el centro del debate.
Durante esas negociaciones, las FARC han acordado ayudar al gobierno a erradicar los cultivos si se alcanza un acuerdo general de paz. Y la iniciativa dependerá mucho de hallar alternativas para los campesinos.
En cuanto a los kogi, Coronado dice que espera usar los beneficios de las ventas de café para comprar más tierra ancestral y ampliar sus granjas cafeteras para personas que parecen apreciar sus técnicas.
“Nunca pensamos que el café iría a otro mundo, a otro país”, dijo Coronado. “Nunca imaginamos eso”.
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